lunes, 29 de noviembre de 2010

Notas De Elena G. De White LECCIÓN 10



SÁBADO
EL HOMBRE DE DIOS: LA OBEDIENCIA NO ES OPTATIVA
En este tiempo, la luz brilla desde el trono de Dios sobre su pueblo, a fin de que sus mensajeros lleven esa luz al mundo. La luz que fue dada en diferentes épocas a los hijos de los hombres, que fue recibida en la forma de promesas, profecías, amenazas, testimonios y ejemplos, llega a nuestra generación por parte de aquel en quien “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento”. Y desde esa misma fuente el cristiano recibe nueva luz para que vea claramente el camino al cielo. A los que no quieren ver la luz y rehúsan caminar en la senda que ésta revela, la luz se transforma en tinieblas. Pero para aquel que está presto para ver, ansioso para oír, ferviente para investigar la ver­dad tal como es en Jesús y listo para obedecerla, esa luz brilla siempre con mayor resplandor. El Señor ha dicho: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar atención que el sebo de los carne­ros” (1 Samuel 15:22).
Para los cristianos de nuestros días no es suficiente ocupar la posi­ción de nuestros antecesores, hacer lo que ellos hicieron, y detenernos allí. Dios no puede aceptar y honrar nuestro servicio si no reflejamos la mayor luz que hemos recibido. Para recibir la bendición divina que recibieron nuestros antepasados, debemos mejorar y desarrollar la luz recibida, como ellos lo hicieron en su momento. Debemos actuar como ellos actuarían si vivieran en nuestros días y tuvieran los privilegios y oportunidades que se nos han concedido a nosotros (The Bible Echo, 4 de enero, 1897).
DOMINGO
LA POLÍTICA DE LA RELIGIÓN
Colocado sobre el trono por las diez tribus de Israel que se habían rebelado contra la casa de David, Jeroboam, que fuera antes siervo de Salomón, se vio en situación de ejecutar sabias reformas en asuntos civiles y religiosos. Bajo el gobierno de Salomón, había demostrado buenas aptitudes y juicio seguro, de manera que el conocimiento que había adquirido durante los años de servicio fiel le habían preparado para gobernar con discreción. Pero Jeroboam no confió en Dios.
Su mayor temor era que en algún tiempo futuro los corazones de sus súbditos fuesen reconquistados por el gobernante que ocupaba el trono de David. Razonaba que si permitía a las diez tribus que visitasen a menudo la antigua sede de la monarquía judía, donde los servicios del templo se celebraban todavía como durante el reinado de Salomón, muchos se sentirían inclinados a renovar su lealtad al gobierno cuyo centro estaba en Jerusalén. Consultando a sus consejeros, Jeroboam resolvió reducir hasta donde fuese posible por un acto atrevido la pro­babilidad de una rebelión contra su gobierno. Lo iba a obtener creando dentro de los límites del nuevo reino dos centros de culto, uno en Betel y el otro en Dan. Se invitaría a las diez tribus a que se congregasen para adorar a Dios en esos lugares, en vez de hacerlo en Jerusalén.
Al ordenar este cambio, Jeroboam pensó apelar a la imaginación de los israelitas poniendo delante de ellos alguna representación visible que simbolizase la presencia del Dios invisible. Mandó, pues, hacer dos becerros de oro y los colocó en santuarios situados en los centros desig­nados para el culto. Con este esfuerzo por representar la Divinidad, Jeroboam violó el claro mandamiento de Jehová: “No te harás ima­gen… no te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxodo 20:4, 5).
Tan intenso era el deseo que tenía Jeroboam de mantener a las diez tribus alejadas de Jerusalén, que no percibió la debilidad fundamental de su plan. No consideró el gran peligro al cual exponía a los israeli­tas cuando puso delante de ellos el símbolo idólatra de la Divinidad con que se habían familiarizado sus antepasados durante los siglos de servidumbre en Egipto. La estada reciente de Jeroboam en Egipto debiera haberle enseñado cuán insensato era poner delante del pueblo tales representaciones paganas. Pero su propósito firme de inducir a las tribus septentrionales a interrumpir sus visitas anuales a la ciudad santa, le impulsó a adoptar la más imprudente de las medidas. Declaró con insistencia: “Bastante habéis subido a Jerusalén: he aquí tus dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto” (1 Reyes 12:28). Así fue invitado el pueblo a postrarse delante de las imágenes de oro, y a adoptar formas extrañas de culto (Profetas y reyes, pp. 73, 74).
No debemos apocarnos y pedirle perdón al mundo por tener que decirle la verdad: debemos despreciar todo ocultamiento. Desplegad vuestros colores para hacer frente a la causa de los hombres y los ánge­les. Entiéndase que los adventistas del séptimo día no pueden aceptar transigencias. En vuestras opiniones y fe no debe haber la menor apa­riencia de incertidumbres: el mundo tiene derecho a saber qué esperar de vosotros (El evangelismo, pp. 134, 135).
Nunca manifiesta el hombre mayor insensatez que cuando sacri­fica la fidelidad y el honor que debe a Dios a fin de ser aceptado y reconocido en el mundo. Cuando nos colocamos donde Dios no puede cooperar con nosotros, nuestra fuerza se trueca en debilidad (Joyas de los testimonios, tomo 3, p. 152).
LUNES
LA ACCIÓN DE DIOS
El atrevido desafío que el rey dirigió a Dios al poner así a un lado instituciones divinamente establecidas, no quedó sin reprensión. Aun mientras oficiaba y quemaba incienso durante la dedicación del extraño altar que había levantado en Betel, se presentó ante él un hombre de Dios del reino de Judá, enviado para condenarle por su intento de intro­ducir nuevas formas de culto (Profetas y reyes, pp. 74, 75).
En este tiempo, la iglesia ha de ponerse sus hermosas vestiduras: “Cristo, nuestra justicia”. Hay distinciones claras, definidas, que han de ser restauradas y ejemplificadas ante el mundo, al mantener en alto los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. La hermosura de la santidad ha de aparecer con su lustre primitivo, en contraste con la deformidad y las tinieblas de los desleales, que se han rebelado contra la ley de Dios. Así, nosotros reconocemos a Dios, y aceptamos su ley, el fundamento de su gobierno en el cielo y a lo largo de sus dominios terrenales. Su autoridad, debe ser mantenida distinta y clara delante del mundo; y no debe reconocerse ninguna ley, que se halle en conflicto con las leyes de Jehová. Si al desafiar las disposiciones de Dios, se permite que el mundo ejerza su influencia sobre nuestras decisiones o nuestras accio­nes, el propósito de Dios es anulado. Por especioso que sea el pretexto, si la iglesia vacila aquí, se registra contra ella en los libros del cielo, una traición de las más sagradas verdades, y una deslealtad al reino de Cristo. La iglesia ha de sostener firme y decididamente sus principios ante todo el universo celestial y los reinos de la tierra; la inquebrantable fidelidad en mantener el honor y el carácter sagrado de Dios, atraerá la atención y la admiración aun del mundo, y muchos serán inducidos, por las buenas obras que contemplen, a glorificar a nuestro Padre que está en los cielos. Los leales y fieles llevan las credenciales del cielo, no las de los potentados terrenales. Todos los hombres sabrán quiénes son los discípulos de Cristo, elegidos y fieles, y los conocerán cuando estén coronados y glorificados como personas que han honrado a Dios y a quienes él ha honrado, dándoles la posesión de un eterno peso de gloria (La iglesia remanente, pp. 13, 14).
El Señor no soporta las prácticas impías sin enviar sus reproches y advertencias. Hay dirigentes que saben acerca de los reproches, amonestaciones y juicios enviados a otros que han sido desobedientes, y sin embargo no buscan corregir sus caminos delante de Dios; por el contrario, se esfuerzan por dejar sin efecto los mensajes que el Señor ha enviado. Se exaltan a sí mismos e intentan seguir sus propios cami­nos en abierto desafío a las palabras de Dios. No ignoran el camino correcto, pero permiten que sus ojos sean cegados. Al pronunciar sus juicios, Dios les dirá como le dijo al rey malvado: “No has humillado tu corazón, sabiendo todo esto” (Daniel 5:22) (Review and Herald, 24 de septiembre, 1908).
MARTES
EL DADOR DE LOS DONES
Jeroboam se llenó de un espíritu de desafío contra Dios, e intentó hacer violencia a aquel que había comunicado el mensaje. “Extendiendo su mano desde el altar”, clamó con ira: “¡Prendedle!” Su acto impetuo­so fue castigado con presteza. La mano extendida contra el mensajero de Jehová quedó repentinamente inerte y desecada, de modo que no pudo retraerla.
Aterrorizado, el rey suplicó al profeta que intercediera con Dios en favor suyo… “Y el varón de Dios oró a la faz de Jehová, y la mano del rey se le recuperó, y tornóse como antes”.
Vano había sido el esfuerzo de Jeroboam por impartir solemnidad a la dedicación de un altar extraño, cuyo respeto habría hecho despreciar el culto de Jehová en el templo de Jerusalén. El mensaje del profeta debiera haber inducido al rey de Israel a arrepentirse y a renunciar a sus malos propósitos, que desviaban al pueblo de la adoración que debía tributar al Dios verdadero. Pero el rey endureció su corazón, y resolvió cumplir su propia voluntad (Conflicto y valor, p. 202).
Cuando se celebró aquella fiesta en Betel, el corazón de los israeli­tas no se había endurecido por completo. Muchos eran todavía suscep­tibles a la influencia del Espíritu Santo. El Señor quería que aquellos que se deslizaban rápidamente hacia la apostasía, fuesen detenidos en su carrera antes que fuese demasiado tarde. Envió a su mensajero para interrumpir el proceder idólatra y revelar al rey y al pueblo lo que sería el resultado de esta apostasía. La partición del altar indicó cuánto desagradaba a Dios la abominación que se estaba cometiendo en Israel.
El Señor procura salvar, no destruir. Se deleita en rescatar a los pecadores. “Vivo yo, dice el Señor Jehová, que no quiero la muerte del impío” (Ezequiel 33:11). Mediante amonestaciones y súplicas, ruega a los extraviados que cesen de obrar mal, para retornar a él y vivir. Da a sus mensajeros escogidos una santa osadía, para que quienes los oigan teman y sean inducidos a arrepentirse. ¡Con cuánta firmeza reprendió al rey el hombre de Dios! Y esta firmeza era esencial; ya que de ninguna otra manera podían encararse los males existentes. El Señor dio auda­cia a su siervo, para que hiciese una impresión permanente en quienes le oyesen. Nunca deben temer los rostros humanos los mensajeros del Señor, sino que han de destacarse sin vacilar en apoyo de lo justo. Mientras ponen su confianza en Dios, no necesitan temer; porque el que los comisiona les asegura también su cuidado protector (Profetas y reyes, p. 76).
Dios os pide a los que queréis ser sus hijos que actuéis como si estuvieseis bajo la mirada divina, que adoptéis la santa norma de justi­cia. Su justicia y su verdad son los principios que deberían establecerse en cada alma. El que preserva su integridad hacia Dios, será recto con el hombre. Ninguna persona que realmente ame a Dios expondrá su alma a la tentación, por el soborno del oro y la plata, por el honor ni por cualquier otra ventaja terrenal. “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (S. Marcos 8:36, 37) (Mensajes selectos, tomo 2, p. 151).
MIÉRCOLES
MENTIRAS TENTADORAS
Habría convenido al profeta perseverar en su propósito de regresar a Judea sin dilación. Mientras viajaba hacia su casa por otro camino, fue alcanzado por un anciano que se presentó como profeta y, mintiendo al varón de Dios, le declaró: “Yo también soy profeta como tú, y un ángel me ha hablado por palabra de Jehová, diciendo: Vuélvele contigo a tu casa, para que coma pan y beba agua”. El hombre repitió su mentira una y otra vez e insistió en su invitación hasta persuadir al varón de Dios a que volviese.
Por el hecho de que el profeta verdadero se dejó inducir a seguir una conducta contraria a su deber, Dios permitió que sufriera el castigo de su transgresión. Mientras él y el hombre que le había invitado a regresar a Betel estaban sentados juntos a la mesa, la inspiración del Todopoderoso embargó al falso profeta, “y clamó al varón de Dios que había venido de Judá, diciendo: Así dijo Jehová: Por cuanto has sido rebelde al dicho de Jehová, y no guardaste el mandamiento que Jehová tu Dios te había prescrito… no entrará tu cuerpo en el sepulcro de tus padres” (1 Reyes 13:18-22).
Esta profecía condenatoria no tardó en cumplirse literalmente. “Como hubo comido del pan y bebido, el profeta que le había hecho volver le enalbardó un asno; y yéndose, topóle un león en el camino, y matóle; y su cuerpo estaba echado en el camino, y el asno estaba junto a él, y el león también estaba junto al cuerpo. Y he aquí unos que pasa­ban, y vieron el cuerpo que estaba echado en el camino… y vinieron, y dijéronlo en la ciudad donde el viejo profeta habitaba. Y oyéndolo el profeta que le había vuelto del camino, dijo: El varón de Dios es, que fue rebelde al dicho de Jehová” (1 Reyes 13:23-26).
El castigo que sobrecogió al mensajero infiel fue una evidencia adicional de la verdad contenida en la profecía pronunciada contra el altar. Si después que desobedeciera a la palabra del Señor, se hubiese dejado al profeta seguir su viaje sano y salvo, el rey habría basado en este hecho una tentativa de justificar su propia desobediencia. En el altar partido, en el brazo paralizado, y en la terrible suerte de aquel que se había atrevido a desobedecer una orden expresa de Jehová, Jeroboam debiera haber discernido prestas manifestaciones del desagrado de un Dios ofendido, y estos castigos debieran haberle advertido que no debía persistir en su mal proceder (Profetas y reyes, pp. 76-78).
…Con el privilegio de la visión retrospectiva, podemos ver lo que significa desobedecer los mandamientos de Dios. Adán cedió a la tenta­ción, y al ver nosotros el tema del pecado y sus consecuencias presenta­do en forma tan clara ante nosotros podemos razonar de causa a efecto y ver que la dimensión del acto no es lo que constituye el pecado, sino la desobediencia a la voluntad expresa de Dios, lo que es una virtual negación de Dios, al rechazar las leyes de su gobierno. La felicidad del hombre reside en su obediencia a las leyes de Dios. En su obediencia a la ley de Dios se ve rodeado como por un cerco y guardado del mal.
Ningún hombre puede apartarse de los requerimientos específicos de Dios, y establecer para sí mismo una norma que decida que puede seguir con seguridad. Habría una gran variedad de normas para adap­tarse a las diferentes mentes; el gobierno sería arrancado de las manos del Señor y los seres humanos tomarían las riendas del gobierno. La ley del yo es erigida, la voluntad del hombre es hecha suprema, y cuando la elevada y santa voluntad de Dios es presentada para ser obedecida, respetada y honrada, el hombre deseará seguir su propio camino y obedecer sus propios impulsos, y surge una controversia entre el agente humano y el divino (Reflejemos a Jesús, p. 48).
JUEVES
TENTACIONES GEMELAS
Satanás dirigió siempre sus asaltos contra los que procuraban hacer progresar la obra y la causa de Dios. Aunque a menudo se ve frustrado, con la misma frecuencia renueva sus ataques, dándoles más vigor y usando medios que hasta entonces no probó. Pero su manera de obrar en secreto mediante aquellos que se dicen amigos de la obra de Dios, es la más temible. La oposición abierta puede ser feroz y cruel, pero encierra mucho menos peligro para la causa de Dios que la enemistad secreta de aquellos que, mientras profesan servir a Dios, son de corazón siervos de Satanás. Están en situación de poner toda ventaja en las manos de aquellos que usarán su conocimiento para estorbar la obra de Dios y perjudicar a sus siervos.
Toda estratagema que pueda sugerir el príncipe de las tinieblas será empleada para inducir a los siervos de Dios a confederarse con los agen­tes de Satanás. Les llegarán repetidamente solicitudes para apartarlos de su deber; pero, como Nehemías, deben contestar firmemente: “Yo hago una grande obra, y no puedo ir”. En plena seguridad, los que trabajan para Dios pueden seguir adelante con su obra y dejar que sus esfuerzos refuten las mentiras que la malicia invente para perjudicarles. Como los que construían los muros de Jerusalén, deben negarse a permitir que las amenazas, las burlas o las mentiras los distraigan de su obra. Ni por un momento deben relajar su vigilancia; porque hay enemigos que de continuo les siguen los pasos. Siempre deben elevar su oración a Dios y poner “guarda contra ellos de día y de noche” (Nehemías 4:9).
A medida que se acerca el tiempo del fin, se harán sentir con más poder las tentaciones a las cuales Satanás somete a los que trabajen para Dios. Empleará agentes humanos para escarnecer a los que edifiquen la muralla. Pero si los constructores se rebajasen a hacer frente a los ataques de sus enemigos, ello no podría sino retardar la obra. Deben esforzarse por derrotar los propósitos de sus adversarios; pero no deben permitir que cosa alguna los aparte de su trabajo. La verdad es más fuerte que el error, y el bien prevalecerá sobre el mal.
Tampoco deben permitir que sus enemigos conquisten su amis­tad y simpatía de modo que los seduzcan para hacerles abandonar su puesto del deber. El que por un acto desprevenido expone al oprobio la causa de Dios, o debilita las manos de sus colaboradores, echa sobre su propio carácter una mancha que no se quitará con facilidad, y pone un obstáculo grave en el camino de su utilidad futura (Profetas y reyes, pp. 486-488).
Es tan cierto ahora como cuando Cristo se hallaba en la tierra que toda penetración del evangelio en el dominio del enemigo arrostra la fiera oposición de sus vastos ejércitos. El conflicto que está por sobrecogernos será el más terrible que se haya presenciado jamás. Pero aunque Satanás se nos presente como guerrero poderoso y armado, su derrota será completa, y perecerá con él todo aquel que se le una al pre­ferir la apostasía a la lealtad (Testimonios para la iglesia, tomo 6, p. 407).
El Espíritu y la Palabra siempre concuerdan. La voz de Dios que los seres humanos puedan escuchar en su corazón nunca irá en contra de los mandamientos que él dio en medio de grandiosas manifestacio­nes en el monte Sinaí. Dios nunca se contradice a sí mismo. Las leyes por las cuales gobierna el mundo son santas, justas y buenas, y además inmutables. Él sigue demandando su obediencia. Aunque muchos dejen a un lado la gran regla moral del carácter y establezcan nuevas reglas que les parezcan más convenientes para sentirse santos, el Señor conti­nuará demandando obediencia a sus leyes, tanto a los individuos como a las familias y las naciones, y pronto todos serán juzgados por ellas (Signs of the Times, 21 de julio, 1887).
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Con aprecio cristiano tu amigo:
Miguel Ángel Toro Abarca

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