domingo, 19 de diciembre de 2010

NOTAS DE ELENA G. DE WHITE LECCIÓN 13



SÁBADO
BARUC: CREÓ UN LEGADO EN UN MUNDO DECADENTE
 “Pero en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honro­sos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2 Timoteo 2:20, 21).
El Maestro ha dado a cada uno su obra. A cada uno ha dado con­forme a su capacidad…
Que ninguno se queje porque no tiene mayores talentos para emplear en el servicio del Maestro… Id a trabajar con firme paciencia, y haced lo mejor posible, independientemente de lo que hagan otros. “Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:22). Que no sean vuestros pensamientos ni vuestras palabras: “¡Ojalá que tuviera una obra más importante! ¡Ojalá que estuviera en esta o aquella posi­ción!” Cumplid vuestro deber donde estéis. Invertid lo mejor posible los dones que se os ha dado en el lugar donde trabajáis, y así serviréis mejor al Señor… No envidiéis las capacidades de otros, porque eso no aumen­tará vuestra habilidad para hacer una obra mejor o más grande. Emplead vuestro don con humildad, mansedumbre y fe, y esperad hasta el día del ajuste de cuentas, y no tendréis motivo para afligiros o avergonzaros…
No aspiréis a realizar algún gran servicio, cuando no habéis hecho fielmente el deber de hoy. Atended las cosas comunes, negociad con el talento humilde teniendo un solemne sentido de responsabilidad por el empleo debido de cada facultad, cada pensamiento que Dios os ha dado. Dios no pide menos del humilde que del encumbrado; cada uno debe realizar su obra designada con contentamiento, según la medida del don de Cristo
La iglesia de Dios está compuesta por personas de diferentes capa­cidades. Como vasos de distintas dimensiones se nos ha colocado en la casa del Señor; pero no se espera que los vasos más pequeños conten­gan todo lo que tienen los más grandes. Todo lo que se requiere es que cada vaso esté lleno según su capacidad (A fin de conocerle, p. 331).
DOMINGO
EL MUNDO DE BARUC
Durante los primeros años del reinado de Joacim fueron dadas muchas advertencias referentes a la condenación que se acercaba.
Estaba por cumplirse la palabra que expresara el Señor por los profetas. La potencia asiría que desde el norte había ejercido durante mucho tiempo la supremacía, no iba a gobernar ya las naciones. Por el sur, Egipto en cuyo poder el rey de Judá había puesto en vano su confianza, iba a ser puesto pronto decididamente en jaque. En forma completa­mente inesperada, una nueva potencia mundial, el imperio babilónico, se levantaba hacia el este, y con presteza iba sobrepujando todas las otras naciones.
Dentro de pocos y cortos años el rey de Babilonia iba a ser usado como instrumento de la ira de Dios sobre el impenitente Judá. Una y otra vez Jerusalén iba a quedar rodeada y en ella entrarían los ejércitos sitiadores de Nabucodonosor. Una compañía tras otra, compuestas al principio de poca gente, pero más tarde de millares y decenas de milla­res de cautivos, iban a ser llevadas a la tierra de Sinar, para morar allí en destierro forzoso. Joacim, Joaquín y Sedequías, esos tres reyes judíos iban a ser por turno vasallos del gobernante babilónico, y cada uno a su vez se iba a rebelar. Castigos cada vez más severos iban a ser infligidos a la nación rebelde, hasta que por fin toda la tierra quedase asolada, Jerusalén reducida a ruinas chamuscadas por el fuego, destruido el templo que Salomón había edificado, y el reino de Judá iba a caer para nunca volver a ocupar su puesto anterior entre las naciones de la tierra.
Aquellos tiempos de cambios, tan cargados de peligros para la nación israelita, fueron señalados por muchos mensajes enviados del cielo, por medio de Jeremías. Así fue cómo el Señor dio a los hijos de Judá amplia oportunidad de librarse de las alianzas con que se habían enredado con Egipto, y de evitar la controversia con los gobernantes de Babilonia. A medida que se acercaba el peligro amenazador, enseñó al pueblo por medio de una serie de parábolas en actos, con la esperanza de despertarlos, hacerles sentir su obligación hacia Dios y alentarlos a sostener relaciones amistosas con el gobierno babilónico (Profetas y reyes, pp. 311, 312).
Dios había suplicado a los de Judá que no le provocasen a ira, pero no le habían escuchado. Finalmente pronunció la sentencia con­tra ellos. Iban a ser llevados cautivos a Babilonia. Los caldeos serían empleados como instrumento por medio del cual Dios iba a castigar a su pueblo desobediente. Los sufrimientos de los hombres de Judá iban a ser proporcionales a la luz que habían tenido, y a las amonestaciones que habían despreciado y rechazado. Durante mucho tiempo Dios había demorado sus castigos; pero ahora su desagrado iba a caer sobre ellos, como último esfuerzo para detenerlos en su carrera impía (Profetas y reyes, p. 313).
LUNES
EL ESCRIBA DE JEREMÍAS
En vez de inducirlos a la confesión y al arrepentimiento, las pala­bras del profeta despertaron ira en los que ejercían autoridad, y en con­secuencia Jeremías fue privado de la libertad. Encarcelado y puesto en el cepo, el profeta continuó sin embargo comunicando los mensajes del cielo a los que estaban cerca de él. Su voz no podía ser acallada por la persecución. Declaró acerca de la palabra de verdad: “Fue en mi cora­zón como un fuego ardiente metido en mis huesos, trabajé por sufrirlo, y no pude” (Jeremías 20:9).
Fue más o menos en aquel tiempo cuando el Señor ordenó a Jeremías que escribiera los mensajes que deseaba dar a aquellos por cuya salvación se conmovía de continuo su corazón compasivo. El Señor ordenó a su siervo: “Tómate un rollo de libro, y escribe en él todas las palabras que te he hablado contra Israel y contra Judá, y contra todas las gentes, desde el día que comencé a hablarte, desde los días de Josías hasta hoy. Quizá oirá la casa de Judá todo el mal que yo pienso hacerles, para volverse cada uno de su mal camino, y yo perdonaré su maldad y su pecado” (Jeremías 36:2, 3). Obedeciendo a esta orden, Jeremías llamó en su auxilio a un amigo fiel, el escriba Baruc, y le dictó “todas las palabras que Jehová le había hablado”. Estas palabras se escribieron cuidadosamente en un rollo de pergamino, y constituyeron una solemne reprensión del pecado, una advertencia del resultado segu­ro que- tendría la continua apostasía, y una ferviente súplica a renunciar a todo mal (Profetas y reyes, pp. 318, 319).
Frente a una oposición resuelta, Jeremías abogó firmemente por la política de sumisión. Entre los que querían contradecir el consejo del Señor, se destacaba Hananías, uno de los falsos profetas contra los cuales el pueblo había sido amonestado. Pensando obtener el favor del rey y de la corte real, alzó la voz para protestar y declarar que Dios le había dado palabras de aliento para los judíos [Se cita Jeremías 28:2-4],
En presencia de los sacerdotes y del pueblo, Jeremías les rogó que se sometiesen al rey de Babilonia por el plazo que el Señor había espe­cificado. Citó a los hombres de Judá las profecías de Oseas, Habacuc, Sofonías y otros cuyos mensajes de reprensión y amonestación habían sido similares a los propios. Les recordó acontecimientos que habían sucedido en cumplimiento de profecías relativas a la retribución por el pecado del cual no se habían arrepentido. En lo pasado, los juicios de Dios habían caído sobre los impenitentes en cumplimiento exacto de su propósito tal como había sido revelado por intermedio de sus mensajeros…
El falso profeta había fortalecido la incredulidad del pueblo con respecto a Jeremías y su mensaje. Impíamente se había declarado men­sajero del Señor y había muerto en consecuencia. En el quinto mes del año fue cuando Jeremías profetizó la muerte de Hananías, y en el mes séptimo el cumplimiento de sus palabras demostró la veracidad de ellas.
La agitación causada por las declaraciones de los falsos profetas había hecho a Sedequías sospechoso de traición, y solo una acción pres­ta y decisiva podía permitirle seguir reinando como vasallo (Profetas y reyes, pp. 327-329).
Sin embargo, los que creen en Jesús, deben avanzar constantemen­te en pos de la luz. Tienen que orar diariamente para recibir la luz que mana del Espíritu Santo, para que ella brille sobre las páginas del Libro sagrado, a fin de que puedan comprender las cosas que pertenecen al Espíritu divino. Necesitamos confiar sin reservas en la Palabra de Dios. De otra manera estaremos perdidos. Las palabras de los hombres, por importantes que parezcan, no tienen el poder de hacernos perfectos ni habilitarnos para toda buena obra (Recibiréis poder, p. 106).
MARTES
AMBICIONES FRUSTRADAS (Jeremías 36)
El profeta Jeremías, obedeciendo los mandamientos de Dios, dictó las palabras que el Señor le había dado a Baruc, su escriba, el cual las escribió en un rollo (vea Jeremías 36:4). Ese mensaje era una reprensión por todos los pecados de Israel y una advertencia de las consecuencias que se seguirían si perseveraban en sus malos caminos. Era un sincero llamamiento para que renunciaran a sus pecados. Después de haberlo escrito, Jeremías, que estaba prisionero, envió a su escriba para que leyera el rollo a todas las personas que había reunido “en la casa de Jehová, el día: del ayuno” (Jeremías 36:6). El profeta dijo: “Quizá llegue la oración de ellos a la presencia de Jehová, y se vuelva cada uno de su mal camino; porque grande es el furor y la ira que ha expresado Jehová contra este pueblo” (Jeremías 36:7).
El escriba obedeció al profeta y leyó el rollo ante el pueblo de Judá. Pero su tarea no acabó aquí, debía leerlo ante los príncipes, quie­nes escucharon con gran interés. Sus rostros tenían una expresión de temor mientras preguntaban a Baruc al respecto del misterioso escrito. Prometieron referir al rey todo lo que habían oído sobre él y su pueblo, pero aconsejaron al escriba que se escondiera porque temían que el rey rechazaría el testimonio que Dios había dado por medio de Jeremías y querría matar tanto al profeta como a su escriba.
Cuando los príncipes refirieron al rey lo que Baruc había leído, inmediatamente ordenó que trajeran el rollo y se lo leyeran. Pero en lugar de aceptar sus advertencias y temblar ante el peligro que se cernía sobre él y su pueblo, en un arrebato de furia, lo arrojó al fuego, a pesar de que algunos que gozaban de su confianza le habían suplicado que no lo quemara. Cuando la ira de aquel malvado monarca se alzó contra Jeremías y su escriba, ordenó que los aprehendieran inmediatamente; “pero Jehová los escondió” (Jeremías 36:26). Después que el rey hubo quemado el sagrado rollo, la palabra de Dios vino a Jeremías, diciendo: “Vuelve a tomar otro rollo, y escribe en él todas las palabras primeras que estaban en el primer rollo que quemó Joacim rey de Judá. Y dirás a Joacim rey de Judá: Así ha dicho Jehová: Tú quemaste este rollo, diciendo: ¿Por qué escribiste en él, diciendo: De cierto vendrá el rey de Babilonia, y destruirá esta tierra, y hará que no queden en ella ni hombres ni animales?” (Jeremías 36:28, 29).
El Dios de misericordia advertía al pueblo por su bien. “Quizá”, dijo el Creador compasivo, “oiga la casa de Judá todo el mal que yo pienso hacerles, y se arrepienta cada uno de su mal camino, y yo perdonaré su maldad y su pecado” (Jeremías 36:3). Dios se apiada de la ceguera y la perversidad del hombre; envía luz a su entendimiento sumido en tinieblas por medio de reprobaciones y amenazas con el fin de que los poderosos se den cuenta de su ignorancia y lamenten sus errores. Hace que los que se complacen en sí mismos se sientan insatisfechos con sus logros y busquen mayores bendiciones con una unión más estrecha con el cielo (Testimonios para la iglesia, tomo 4, pp. 176, 177).
Cristo ha dado a su pueblo mensajes de advertencia para compar­tir con el mundo; al hacerlo, muchos se convencen de la verdad pero comienzan a pensar acerca del sacrificio que significará para ellos obedecerla. La verdad hace una impresión en el corazón y en la con­ciencia. Pero entonces comienzan las especulaciones: ¿Por qué son tan pocos los que creen? ¿Por qué los ministros de la gente educada no la han creído?
Muchos deciden no obedecer la verdad por temor a perder su posi­ción en el mundo y a tener que sufrir muchos inconvenientes al seguir al Salvador. No se dan cuenta que el rechazar la verdad significará su ruina eterna.
Los seres celestiales observan con intenso interés la lucha entre el tentador y los tentados. Es un asunto de vida o muerte el que está en juego. Cristo lo sabe, y por eso, a esas almas que están temblando y en la balanza, les recuerda que deben pasar la prueba de la obediencia o la desobediencia. Les dice: “El que ama su vida —esto es, su buen nom­bre, su reputación, su dinero, sus propiedades, su negocio— la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Juan 12:25). El que aborrece la vida que se vive en transgresión a las leyes de Dios y en cambio ama la vida que acepta los requerimientos divinos, y deja que Dios se haga cargo de las consecuencias, ganará la vida eterna. “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (Juan 12:26) (Review and Herald, 13 de noviembre, 1900).
MIÉRCOLES
¡AY DE MÍ!
Aquellos a quienes Dios ha escogido para una obra impor­tante siempre han sido recibidos con desconfianza y sospechas. Antiguamente, cuando Elías fue enviado con un mensaje de Dios al pueblo, no prestaron atención a la advertencia. Pensaron que él era innecesariamente severo. Hasta pensaron que debía haber perdido el juicio porque los denunciaba a ellos, el pueblo favorecido de Dios, como pecadores, y sus delitos como de un carácter tan grave que los jui­cios de Dios se levantarían contra ellos. Satanás y su hueste siempre se han unido contra aquellos que llevan el mensaje de amonestación y que reprenden los pecados. Los no consagrados también se unirán con el adversario de las almas para hacer tan difícil como sea posible el trabajo de los fieles siervos de Dios (Testimonios para la iglesia, tomo 3, p. 289).
Los siervos del Señor han de contar con tener que hacer frente a toda clase de desalientos. Serán probados, no solo por la ira, el menos­precio y la crueldad de los enemigos, sino también por la indolencia, la inconsecuencia, la tibieza y la traición de amigos y ayudantesAun algunos de los que parezcan desear que la obra de Dios prospere, debi­litarán las manos de sus siervos oyendo, llevando y creyendo a medias las calumnias, jactancias y amenazas de sus adversarios… En medio de grandes desalientos, Nehemías confió en Dios; y en él está también nuestra defensa. El recuerdo de lo que Dios ha hecho por nosotros resultará un apoyo en todo peligro. “El que aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará tam­bién con él todas las cosas?” Y “si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?” Por astutos que sean los planes de Satanás y sus agentes, Dios puede descubrirlos y anular todos sus consejos (Servicio cristiano, p. 297).
A TODOS LOS QUE TANTEAN PARA SENTIR LA MANO GUIADORA DE DIOS, EL MOMENTO DE MAYOR DESALIENTO ES CUANDO MÁS CERCA ESTÁ LA AYUDA DIVINA. Mirarán atrás con agradecimiento, a la parte más obscura del camino. “Sabe el Señor librar de tentación a los piadosos” (2 Pedro 2:9). Salen de toda tentación y prueba con una fe más firme y una experiencia más rica (El Deseado de todas las gentes, p. 487).
Algunas veces sobrevendrán al alma la oscuridad y el desaliento, y amenazarán abrumarnos; pero no deberíamos desechar nuestra con­fianza. Debemos mantener la vista fija en Jesús, haya o no sentimiento. Deberíamos tratar de cumplir fielmente cada deber conocido, y descan­sar luego tranquilamente en las promesas de Dios (Mensajes para los jóvenes, p. 109).
JUEVES
¿QUÉ HAY EN ESTO PARA MÍ?
Quienes piensan que su trabajo no es apreciado y ansían un puesto de mayor responsabilidad, deben considerar que “ni de oriente, ni de occidente, ni del desierto viene el ensalzamiento. Mas Dios es el juez: a éste abate, y a aquél ensalza” (Salmo 75:6, 7). Todo hombre tiene su lugar en el eterno plan del cielo. El que lo ocupemos depende de nuestra fidelidad en colaborar con Dios, Necesitamos desconfiar de la compa­sión propia. Jamás os permitáis sentir que no se os aprecia debidamente ni se tienen en cuenta vuestros esfuerzos, o que vuestro trabajo es demasiado difícil. Toda murmuración sea acallada por el recuerdo de lo que Cristo sufrió por nosotros. Recibimos mejor trato que el que recibió nuestro Señor. “¿Y tú buscas para ti grandezas? No busques” (Jeremías 45:5). El Señor no tiene lugar en su obra para los que sienten mayor deseo de ganar la corona que de llevar la cruz. Necesita hombres que piensen más en cumplir su deber que en recibir la recompensa; hombres más solícitos por los principios que por su propio progreso.
Los que son humildes y desempeñan su trabajo como para Dios, no aparentan quizás tanto como los presuntuosos y bulliciosos; pero su obra es más valiosa. Muchas veces los jactanciosos llaman la atención sobre sí mismos, y se interponen entre el pueblo y Dios, pero su obra fracasa. “Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y ante toda tu pose­sión adquiere inteligencia. Engrandécela, y ella te engrandecerá; ella te honrará, cuando tú la hayas abrazado” (Proverbios 4:7, 8) (El ministerio de curación, p. 378).
No se nos encarga la tarea de exaltarnos a nosotros mismos ni buscar el lugar más elevado en la estimación de otros. No se nos pide tener la prioridad y supremacía en las opiniones y consejos de nuestros hermanos. La tarea que Dios nos pide es ser humildes; es hacer justi­cia, amar misericordia y humillarnos ante nuestro Dios. No debemos promover el orgullo y la autoestima ni pensar que no somos apreciados suficientemente porque no se reconocen nuestras habilidades. Nuestro deber es hacer la tarea encomendada aunque sea humilde y realizarla con fidelidad y ánimo, como haciéndola para el Señor.
Somos la propiedad de Dios. ¿Acaso no estaremos felices realizan­do la tarea que él nos encomiende, confiando en su juicio y aceptando el privilegio de ser colaboradores con él en cualquier parte de su viña? El Señor sabe si somos capaces de realizar un trabajo más importante y abrirá el camino. ¡Cuán agradecidos debiéramos estar de no ser respon­sables de evaluar nuestras propias habilidades y elegir nuestra propia posición! Nuestro deber es ejercitar nuestros talentos y ver la forma de ser aprobados por Dios “como obrero que no tiene de qué avergonzar­se”. La sonrisa divina descansa sobre aquel que cumple su deber con fidelidad y cuidado, y que “es fiel en lo muy poco”. Si somos dedicados en nuestro servicio a Dios, él nos dará mayores responsabilidades a su debido tiempo. Pongamos todos nuestros intereses y nuestros negocios en las manos de Dios y confiemos en su sabiduría para disponer de ellos (Signs of the Times, 9 de marzo, 1888).

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